En estos momentos, no puedo evitar pensar en Haití.
Juana Díaz
Además de que compartimos isla, vivimos en un sistema cerrado: lo que pasa allá se siente aquí y viceversa.Desde mi infancia hasta la adultez, mis conocimientos, actitudes y prácticas han cambiado bastante respecto al tema dominico-haitiano.
Crecí con la idea de que los haitianos eran satánicos. Oía que vendían las gentes al diablo y las convertían en «zombies».
Para amedrentarme ante cualquier travesura bastaba decirme que venía un haitiano con un macuto a llevarme consigo.
Llegada la adolescencia, mi percepción empezó a cambiar. Uno de mis profesores de Biblia me confrontó y me invitó a conocer prácticas del vudú dominicano. Lo acusé públicamente de prohaitiano.
Años más tarde, mi profesor de antropología me asignó una investigación de religiosidad popular dominicana. Ese fue el motor que me condujo a explorar los lugares más recónditos del país; a presenciar las manifestaciones más espeluznantes. Vi de todo. En todas las clases sociales. Desde desdoblamientos astrales, trances casi inexplicables desde la psiquiatría, sacrificios, autoflagelaciones en nombre de espíritus…ninguna explicada por mis conocimientos nimios de trastornos conversivos. Todas realizadas por dominicanos; del campo como de sectores ricos. Después de eso, no me quedó de otra que aprender a respetar aun aquello con lo que no estoy de acuerdo, desde mi fe cristiana.
Hoy día me pregunto si los haitianos mantuvieron las prácticas puras del vudú mientras nosotros migramos a un sincretismo mágico-religioso socialmente aceptable o si nuestra brujería se mantiene a escondidas? Yo no lo sé.
Mientras tanto, evito acusar y endilgarme el derecho a jugar ser Dios.
Pd. Lo migratorio es otro asunto
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