El Mundo

El pueblo de las almas perdidas

JOSÉ NARANJO

El pais

Unos 400 jóvenes de Oussoubidiagna, en Malí, han muerto en el intento de llegar a Europa, pero sus familias sobreviven gracias a quienes lo lograron

A decenas de kilómetros de ninguna parte hay un pueblo llamado Oussoubidiagna que está habitado por fantasmas. Los mapas dicen que se encuentra en Malí, en la región de Kayes, en el noroeste del país, pero qué saben los mapas. Sin agua corriente ni luz, ni hospital ni instituto, ni fábricas ni comercios, en sus calles inundadas por la lluvia y entre sus casas de barro se asoman, de vez en cuando, algunos jóvenes con la mirada extraviada entre el aquí y el allá

Sueñan con irse, como hicieron sus hermanos mayores, hoy en Francia o en España, o como los 400 que en los últimos 20 años desaparecieron en los caminos, tragados por la tierra o por el mar. Mamadou Cissokhó, primer alcalde que tuvo el pueblo (de unos 4.000 habitantes) y hoy presidente de la Asociación de Salud Comunitaria Felascom, es el único que se ha tomado la molestia de hacer la cuenta. Todos perdidos, todos fantasmas, primero en la ruta hacia Canarias o el Estrecho, ahora tragados por el infierno de Libia o en el Mediterráneo. Detrás de cada Open Arms, de cada Aquarius, de cada barco a la deriva, salto a la valla o cayuco hay cientos de Oussoubidiagnas.

Con diez años, Habibu Cissokhó ya empuñaba la azada con maestría y doblaba la espalda en el campo de cacahuetes. Dos décadas más tarde sintió que empezaba a hacerse viejo metido en el mismo surco. Decidió marchar a la «aventura», como llaman al viaje emprendido para abandonar sus hogares. “Nos juntamos en una playa de Mauritania. Éramos, no sé, 75 u 80 personas. Había gente de Senegal, de Costa de Marfil, de Malí. Teníamos miedo, pero nadie quería mirar hacia atrás”, recuerda. Tras seis días en el mar, la isla de Gran Canaria. “Murieron dos”, añade, como si dijera “pasamos frío” o “hacía viento”, como si fuera una circunstancia más del viaje. Tres semanas más tarde lo expulsaron. Vuelta a empezar.

Tan solo una furibunda sucesión de agujeros y socavones a la que llaman “la pista” llega hasta Oussoubidiagna. A Habibu Cissokhó, convertido casi en un espíritu, lo vieron desandar ese camino y llegar con la cabeza gacha. Al surco de nuevo. “Es la única actividad económica del pueblo, eso y algunos animales”, asegura Mamadou Cissokhó, el líder comunitario, la memoria de otros tiempos. “Antes llovía mucho más, había faena, los cultivos florecían en los campos. Ahora no podemos detener a los jóvenes, no tenemos nada que ofrecerles”, añade con amargura.

Pese a estar entre los primeros puestos de producción de oro de África, Malí (cerca de 18 millones de habitantes), en el corazón del Sahel, es uno de los países más pobres del mundo. Desde 2012 está envuelto en un conflicto con grupos yihadistas que ha ido rompiendo el tejido social e intercomunitario, sobre todo en el norte y centro, en la región de Mopti. La presencia militar francesa y de Naciones Unidas en la vanguardia de este conflicto, y de la Unión Europea en la formación del Ejército maliense, no ha impedido que la violencia haya ido a más y se haya extendido, incluso, a países vecinos. Hasta Kayes, donde se encuentra Oussoubidiagna, apenas llega el eco de las masacres, pero aquí sufren también la debilidad de un Estado desfondado.

En la casa de Sanou Sakiliba, de 50 años, se escucha el ajetreo diario. Niños que corretean, el trajín de la comida, gentes que pasan y fotos como de fantasmas en las paredes. La coraza de esta mujer es indestructible. Su hijo mayor, Fassara, se fue un día. Con su ayuda, con la de todos. Como solo tenía 16 años, le falsificaron un pasaporte con dos años más para que pudiera conseguir un visado. Avión a Francia. Catorce años lleva ya y sigue sin papeles. Aún así, es una bendición. “Nos ayudó a construir la casa y si alguien se pone enfermo le llamo y nos manda dinero”, asegura Salikiba. En Oussoubidiagna lo saben bien. Allí donde hay que pagar hasta por una inyección, unos pocos billetes son la diferencia entre la vida y la muerte.

Pero otro hijo de Sanou Sakiliba quiso emular a su hermano. En 2014, con 26 años, emprendió el camino de Europa, que en ese momento pasaba por Libia. “Entonces ya estaba casado y tenía dos hijos, pero no podía comprarles ni unos zapatos, ni un simple jabón para lavarse, ¿cómo decirle que no si todos deseábamos su éxito?”, explica su madre. Supieron que llegó a la playa y que se subió a un barco hasta que dejaron de saber. Luego, nada. Silencio. “Un año estuve tratando de averiguar, llamé a todos en Libia, a sus amigos, a quienes lo vieron, a los traficantes. Hasta que me cansé. Está muerto”. Boubalé Cissokhó se llamaba el chico, que hasta los fantasmas llevan un nombre allí por donde anden.

En una habitación solo vestida con una alfombra y dos bancos de madera, un grupo de adolescentes se refugia de la lluvia de esta estación húmeda menguante. Kalillu Diallo, representante de la juventud en el consejo comunal, lo explica con sus palabras. “Estás en casa, tu amigo o tu hermano se han ido y todos hablan de ellos como héroes, con admiración. Sabemos de los peligros, no nos esconden nada, conocemos a los muertos, pero es una apuesta. Ganar o morir”. La última frase se queda colgando en el aire, se desliza ante los ojos de los chavales, se aleja hacia la calle mojada donde ya empiezan a formarse enormes charcos. Sonríen. Hace unos años el Gobierno empezó a construir un local para ellos, el único en toda la comarca, pero la obra se paró. No saben por qué. Tampoco preguntaron.

En el centro de salud, Moriké Dembelé, de dos años, pelea por su vida. Llegó con una grave malnutrición complicada con edemas y lesiones corporales. “Está mejorando, gracias a Dios”, dice el doctor Ibrahima Traoré. Su abuela Coumba Baradji lo cuida porque su madre debe hacerse cargo de sus cinco hermanos. La ONG española Médicos del Mundo ha identificado las necesidades sanitarias en la zona y, si consigue financiación, pondrá en marcha un proyecto de apoyo a la salud. Una gota en el desierto. Pero es algo. “La malnutrición severa, las diarreas, las infecciones, las fiebres tifoideas, las úlceras y los cólicos nefríticos debido a la alta presencia de cal en el agua son las principales urgencias”, dice Mamadou Cissokhó. Si algo se complica, malo. El hospital más próximo está a mil baches y cuatro horas de distancia. Con lluvia, toca esperar a que escampe.

En la penumbra de su habitación, la sexagenaria Teguida Diallo se aferra a la única foto que le queda de su hijo Makan Kanouté como un náufrago a su tabla. “Murió en el mar”, comenta. Es lo único que sabe. Eso y que con él iban otros muchos de Oussoubidiagna. “Creo que eran 17 en el mismo barco”, añade. Fue en 2014. El chico estaba casado y tenía cuatro hijos. “Una carga pesada que toca asumir, su muerte multiplicó nuestros problemas. Sobrevivimos gracias a los vecinos”, remacha Diallo. En la trastienda de la «aventura», las viudas y las madres rotas no se quedan solas. Siempre habrá un plato de comida, un lugar a la mesa en la casa de quienes tuvieron más suerte.Un hospital a cuatro horas

Un hospital a cuatro horas

Moriké Cissokhó arrastra una mochila cargada de penas. No tiene ni 24 años, pero ya le asedian las cicatrices. Unas se ven en su espalda, de cuando le golpearon en Libia para que pagara por su liberación. Otras no se ven pero también le duelen. “Estuve dos meses preso en Bani Walid. Me torturaron porque querían mi dinero. Mi familia lo arregló y nos quedamos arruinados. Ya no podía regresar y llegué a Trípoli. Hasta cuatro veces lo intenté, pero siempre nos sorprendía la policía”, dice como en una letanía. A su lado, sentado en una desvencijada silla de tres patas, Mohamed Cissokhó levanta la mano derecha y muestra sus tres dedos amputados. “Esto me lo hicieron en Libia”, asegura.

En una cárcel libia

Es nombrar ese país y les cambia la cara. Según la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur), Libia es la ruta migratoria más letal del mundo, una estación de paso necesaria para llegar a Grecia o Italia. Pese a las denuncias de esclavitud, a la certeza del sufrimiento y la tortura, el río humano que desemboca en Trípoli no deja de fluir. En julio pasado había casi 650.000 emigrantes en este país africano. “Claro que lo sabía, leo las noticias, escucho a los compañeros, lo sabemos. Pero eso es una cosa y otra muy distinta es vivirlo en tu propia carne. Si mañana me dicen de regresar a Libia, digo que no. Por eso ahora estoy estancado”, comenta Moriké Cissokhó.

A un lado de la calle, casas de bloques que se nota son antiguas. Al otro, cabañas de barro que toca rehacer, una esquina por aquí, un trozo de techo por allá, cada vez que llueve. Como ahora. El anciano Mamadou Cissokhó toma de nuevo la palabra: “Esta es la diferencia. Unos han podido construir con el dinero que mandan desde Europa, decenas de ellos; otros fracasaron y sus familias sufren. Primero por la pérdida; segundo por la pobreza”. La «aventura» no es el problema, sino la miseria. Según el propio Gobierno, Malí tiene más de un millón de emigrantes (1.066.120 en 2017), es decir, el 6% de su población, la mayoría en países africanos de su entorno, como Costa de Marfil o Nigeria. Llegar a Europa son palabras mayores.

Habibu Cissokhó, a quien expulsaron desde Gran Canaria en 2008, volvió a intentarlo en 2015. Primero se fue a Guinea Ecuatorial, allí reunió el dinero trabajando de albañil, y luego otra vez rumbo a Europa. Pero también se topó con Libia. “El primer barco naufragó, íbamos 130 o así y murió la mitad. No estábamos lejos de la costa, así que volví a nado”, dice con la mirada perdida. “En la cárcel si no pagas, te pegan. Dormíamos sobre la gente que moría la noche anterior”, rememora mientras se toca los antebrazos con ambas manos porque debió ser allí donde se le quedó el olor y el recuerdo.

DE LA ‘CRISIS DE LOS CAYUCOS’ A LIBIA

El pueblo de las almas perdidas

Desde el 1 de enero hasta el pasado 19 de julio, 3.959 refugiados y migrantes habían sido interceptados o rescatados en el mar por la Guarda Costera libia. Los malienses son el tercer grupo más numeroso (12% del total), tras sudaneses y egipcios, según la agencia de la ONU para los refugiados (Acnur).

El número de llegadas a Europa descendió bruscamente en 2018. Nada que ver con el millón largo de entradas en 2015, durante la denominada crisis de los refugiados (vía Grecia). El refuerzo de los controles fronterizos en el Egeo desvió las principales vías de acceso a Europa al Mediterráneo occidental (por el Estrecho) y central (vía Malta e Italia). Este año, sin embargo, Grecia ha vuelto a registrar la mayor afluencia de llegadas (55.348, a 28 de octubre, según Acnur).

El precedente de la actual crisis migratoria en el Mediterráneo occidental es la llamada crisis de los cayucos en Canarias en 2006, con 39.000 llegadas, en su mayoría de subsaharianos. En lo que va de año, las llegadas a España se han reducido en un 53,3% con respecto a los diez primeros meses de 2018, salvo en Canarias, donde se aprecia un incremento del 21%, y Ceuta (49,4%), según datos del Ministerio del Interior.

Libia es la llave de la ruta del Mediterráneo central (hacia Italia y Malta), y el punto de partida más frecuente para los subsaharianos, aunque no el único: también parten de Túnez o Egipto. Desde enero, según Acnur, 2.738 refugiados y migrantes han llegado desde esas costas a Malta, y 9.427, a Italia, un registro muy por debajo del obtenido entre 2016 y 2018.

Ya ha cumplido los 41 años. Vive en dos habitaciones apenas sin muebles y duerme en una cama que comparte con su mujer y sus hijos más pequeños. “Cada día los veo y me horrorizo de pensar que tendrán las mismas oportunidades de salir adelante que tuve yo: ninguna”, dice Cissokhó con pesadumbre. De momento no van a la escuela. La tarea en casa es pesada. La lluvia vuelve a caer. Una procesión de chicas jóvenes se carga, entre risas y juegos de niñas, unos boles en la cabeza para llevar la comida a quienes trabajan en los campos de alrededor. Los que aún no se fueron. Los que tuvieron que volver. Los que se irán algún día. Fantasmas.

Wellington Pérez

Egresado como periodista de la Escuela de comunicación de la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD). Cuatriboliao, Minoso y más Cabraleño que una Cachua o una Viejaca.

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