
Lo que callamos los inmigrantes
Ser inmigrante es mucho más que cambiar de país, es reinventarse, reconstruirse y, muchas veces, callar
Wellington Pérez
Callamos por miedo, por respeto, por no incomodar. Callamos porque el silencio a veces parece más seguro que la verdad.
Muchos inmigrantes cargamos con historias que no se cuentan. Dejamos atrás familias, raíces, lenguas y costumbres. Y aunque llegamos con esperanza, también traemos heridas. Nos enfrentamos a la nostalgia, a la soledad, al duelo de una vida que ya no es. Pero no siempre lo decimos. Porque no queremos parecer débiles. Porque sentimos que no nos entenderán.
Callamos el racismo cotidiano, disfrazado de bromas o miradas. Callamos cuando nos corrigen el acento con condescendencia. Cuando nos preguntan “¿de dónde eres?” como si no pertenecemos. Callamos las veces que nos han pagado menos, que nos han ignorado, que nos han hecho sentir invisibles.
Callamos también por nuestros hijos, por nuestras familias. Para no preocuparlos. Para no cargarles con nuestras frustraciones. Aprendemos a sonreír aunque el corazón esté cansado. A decir “todo bien” cuando en realidad estamos luchando por adaptarnos, por sobrevivir, por encontrar nuestro lugar.
Callamos el esfuerzo que implica empezar de cero. Los títulos que no valen, los trabajos que no soñamos pero aceptamos. Callamos el orgullo herido, la dignidad que se negocia en cada entrevista, en cada trámite, en cada mirada que nos juzga.
Pero también, en ese silencio, hay fuerza. Hay resistencia. Hay amor por lo que somos y por lo que queremos construir. Porque aunque callamos, seguimos adelante. Creamos comunidad, aportamos, aprendemos, enseñamos. Y poco a poco, ese silencio se transforma en voz.
Lo que callamos los inmigrantes no es debilidad. Es parte de nuestra historia. Y cuando decidimos hablar, lo hacemos con la fuerza de quienes han cruzado fronteras, físicas y emocionales, para reclamar su lugar en el mundo.